Trabajos para una sociedad justa, incluyente, democrática y participativa

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martes, 21 de septiembre de 2021

LA EDUCACIÓN POPULAR | POR PAULO FREIRE

  LA EDUCACIÓN POPULAR | POR PAULO FREIRE

Sobre las cualidades de un buen docente | por Paulo Freire



"La educación como práctica de la libertad, al contrario de aquella que es práctica de la dominación, implica la negación del hombre abstracto, aislado, suelto, desligado del mundo, así como la negación del mundo como una realidad ausente de los hombres. " -  Paulo Freire

Texto del filósofo y Educador brasileño Paulo Freire, escrito en en São Paulo, diciembre de 1992

Por: Paulo Freire 

Este enunciado propone una reflexión en torno a la relación entre educación pública y educación popular.

No propone un pensar aisladamente sobre la educación pública en sí misma ni tampoco sobre la popular, sino sobre cada una en relación con la otra.

En el fondo, el enunciado lleva implícita una indagación que podría hacerse explícita así: ¿es posible hacer educación popular en la red pública? O por el contrario afirmando: la educación popular sólo puede realizarse en el espacio de la informalidad, en la práctica político-pedagógica fuera de la escuela, en el interior de los movimientos populares.


Mi punto de partida para responder a estas indagaciones es la comprensión crítica de la práctica educativa, sobre la que una vez más hablaré un poco. 

No hay práctica educativa, ni por lo demás ninguna práctica, que escape de los límites. Límites ideológicos, epistemológicos, políticos, económicos, culturales. 

Creo que la mejor afirmación para definir el alcance de la práctica educativa frente a los límites a que se somete es la siguiente: aunque no lo pueda todo, la práctica educativa puede algo. 

Esta afirmación rechaza, por un lado, el optimismo ingenuo que ve en la educación la llave de las transformaciones sociales, la solución para todos los problemas; por el otro, el pesimismo igualmente acrítico y mecanicista de acuerdo con el cual la educación, en cuanto superestructura, sólo puede algo después de las transformaciones infraestructurales.

El agotamiento de estas ingenuidades, ambas antidialécticas, terminaría por plantear su superación: ni la negación pura de la educación, subordinada siempre a la infraestructura productiva, ni tampoco su omnipotencia. 

La visión mecanicista de la historia, que guarda en sí la certeza de que el futuro es inexorable, de que el futuro viene como está dicho que vendrá, niega todo poder a la educación antes de la transformación de las condiciones materiales de la sociedad. Del mismo modo que niega toda importancia mayor a la subjetividad en la historia. La superación de la comprensión mecanicista de la historia por otra que perciba en forma dialéctica las relaciones entre la conciencia y el mundo implica necesariamente una nueva manera de entender la historia. 

La historia como posibilidad, Esta comprensión de la historia, que descarta un futuro predeterminado, no niega sin embargo el papel de los factores condicionantes a que estamos sometidos, hombres y mujeres. Al negar la historia como juego de destinos seguros, como dato dado, al oponerse al futuro como algo inexorable, la historia como posibilidad, se reconoce la importancia de la decisión como acto que implica ruptura, la importancia de la conciencia y de la subjetividad, de la intervención critica de los seres humanos en la reconstrucción del mundo. Reconoce el papel de la conciencia construyéndose en la praxis; de la inteligencia que se inventa y reinventa en el proceso y no como algo inmóvil en mí, separado casi de mi cuerpo. Reconoce mi cuerpo como cuerpo consciente que puede tanto moverse críticamente en el mundo como “perder" su dirección histórica. Reconoce mi individualidad que no se diluye, amorfa, en lo social, ni tampoco crece y prospera fuera de él. Reconoce, finalmente, el papel de la educación y sus límites.

Ninguna de las dos maneras de entender la educación, en la comprensión de la historia, sería capaz de responder a la cuestión planteada. Ni la del optimismo ingenuo, de naturaleza idealista, ni la del pesimismo inmovilizante. Antidialécticas ambas, jamás han podido responder a la pregunta. Solamente en la comprensión dialéctica de las relaciones cuerpo-consciente-mundo, es decir, solamente en la comprensión de la historia como posibilidad, es posible comprender el problema. 

Uno de los equívocos de los que exageraron en el reconocimiento del papel de la educación como reproductora de la ideología dominante fue que, atrapados en la explicación mecanicista de la historia, no percibieron que la subjetividad desempeña un papel importante en la lucha histórica. No reconocieron que como seres condicionados, «programados para aprender», no somos sin embargo seres determinados. Es justamente por eso por lo que, al lado de la tarea reproductora que indiscutiblemente tiene la educación, hay otra que es la de contradecir aquélla. La tarea que nos cabe a los progresistas es ésa, y no cruzarnos de brazos en actitud fatalista. 

Si la reproducción de la ideología dominante implica fundamentalmente la ocultación de verdades, la distorsión de la razón de ser de hechos que, explicados, revelados o desvelados trabajarían en contra de los intereses dominantes, la tarea de las educadoras y los educadores progresistas es desocultar verdades, jamás mentir. De hecho la desocultación no es tarea para los educadores al servicio del sistema. 

Evidentemente, en una sociedad de clases como la nuestra, es mucho más difícil trabajar en favor de la desocultación, lo que es nadar contra la corriente, que trabajar ocultando, lo que es nadar en favor de la corriente. Es difícil, pero posible. 

Sería ingenuo pensar que el poder de clase, de clase dominante, asistiría indiferente e incluso estimularía el esfuerzo desvelador realizado por educadoras y educadores progresistas en el ejercicio de su práctica docente. Que aprovechando, por ejemplo, una huelga de metalúrgicos, discutieran con los educandos los deberes y derechos de los trabajadores, entre ellos el de huelga, con el cual pueden presionar a los patrones para que atiendan sus reivindicaciones legítimas. Y no importa que en el análisis de ese derecho se mostraran críticos de las distorsiones corporativistas y de los excesos sectarios que perjudican la propia lucha de los trabajadores. O que, debatiendo problemas en torno a la defensa del medio ambiente, criticaran el descuido al que se relegan las áreas populares de la ciudad, en general sin plazas, sin jardines, sin verde. O bien, al hablar a los educandos sobre las tareas específicas de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial y sobre la interdependencia de esos poderes, hablaran de una de las obligaciones del ejecutivo, la de elaborar el presupuesto, la previsión de los gastos públicos, para ser aprobado por el legislativo, y subrayasen su naturaleza política y no solamente técnica, dejando claro que la lectura cuidadosa del presupuesto revela las opciones político-ideológicas de los que se hallan en el poder. Las diferencias a veces astronómicas entre los gastos públicos en las áreas ya embellecidas y bien instrumentadas de la ciudad y los parcos recursos previstos para las zonas periféricas y los barrios más pobres de la ciudad. Sería realmente ingenuo pensar que esas cosas pudieran hacerse fácilmente y ser aplaudidas en una administración autoritaria y derechista.

Hasta a los autoritarios de izquierda les parece éste un procedimiento indeseable porque, según ellos, se estaría «robando» un tiempo precioso que debería ser dedicado a inculcarlos contenidos salvadores. Por otra parte, sería igualmente impensable que profesores progresistas empezaran a movilizar a sus compañeras y compañeros, a sus alumnos, a los celadores, las cocineras, los vigilantes, en una administración reaccionaria, autoritaria, en el sentido no sólo de protestar contra el arbitrio y el abuso del poder de la propia administración, sino de instaurar un régimen de gestión democrática. Y que lo hicieran sin ninguna reacción inmediata del poder. 

Sin embargo, el hecho de que estas prácticas y otras de naturaleza similar no puedan realizarse en forma abierta, plena y libre no significa que su imposibilidad sea absoluta. 

Toca a las educadoras y los educadores progresistas, armados de claridad y decisión política, de coherencia, de competencia pedagógica y científica, de la necesaria sabiduría que percibe las relaciones entre tácticas y estrategias, no dejarse intimidar. Toca a ellos y a ellas elaborar su miedo y crear con él el valor con el cual enfrentarse al abuso de poder de los dominadores. Les toca, por último, realizar lo que es posible hoy, para que mañana se concrete lo que hoy es imposible. Les toca, finalmente, basados en esos saberes, hacer educación popular, en el cuerpo de una red bajo el comando autoritario antagónico. Roma no se hizo en un día y nuestra expectativa de vida no corresponde a la expectativa de vida de la nación. 

Esto significa reconocer la capacidad humana de decidir, de optar, aunque sometida a condicionamientos que no permiten su absolutización. Significa ir más allá de una explicación mecanicista de la historia. Significa asumir una posición críticamente optimista que rechaza por un lado los optimismos ingenuos y por el otro los pesimismos fatalistas. Significa la inteligencia de la historia como posibilidad, en que la responsabilidad individual y social de los seres humanos, «programados para aprender» pero no determinados, los configura como sujetos y no solamente como objetos.

A esta altura de la reflexión me parece importante dejar claro que la educación popular cuya puesta en práctica, en términos amplios, profundos y radicales, en una sociedad de clase, se constituye como un nadar contra la corriente, es precisamente la que, sustantivamente democrática, jamás separa de la enseñanza de los contenidos el desvelamiento de la realidad. Es la que estimula la presencia organizada de las clases sociales populares en la lucha en favor de la transformación democrática de la sociedad, en el sentido de la superación de las injusticias sociales. Es la que respeta a los educandos cualquiera que sea su posición de clase, y por eso toma seriamente en consideración su saber hecho de experiencia, a partir del cual trabaja el conocimiento con rigor de aproximación a los objetos. Es la que trabaja incansablemente por la buena calidad de la enseñanza, la que se esfuerza por mejorar los índices de aprobación mediante un riguroso trabajo docente y no con flojera asistencialista, es la que capacita científicamente a sus profesoras a la luz de los recientes descubrimientos en materia de adquisición del lenguaje, de la enseñanza de la escritura y la lectura. Formación científica y claridad política que las educadoras y los educadores necesitan para superar desvíos que, si no son experimentados por la mayoría, se encuentran presentes en una minoría significativa. Gomo por ejemplo la ilusión de que los índices de reprobados revelan cierto rigor necesario para el educador; como por ejemplo vaticinar en los primeros días del curso que tales o cuales alumnos serán reprobados, como si los profesores fueran además videntes.

Es la que, en lugar de negar la importancia de la presencia de los padres, de la comunidad, de los movimientos populares en la escuela, se aproxima a esas fuerzas y aprende con ellas para poder enseñarles también.

Es la que entiende la escuela como un centro abierto a la comunidad y no como un espacio cerrado, atrancado con siete llaves, objeto del ansia posesiva del director o la directora, que quisieran tener su escuela virgen de la presencia amenazadora de extraños.
Es la que supera los prejuicios de raza, de clase y de sexo y se radicaliza en la defensa de la sustantividad democrática. Por eso pugna por una creciente democratización de las relaciones que se traban entre la escuela y el mundo fuera de ella. Es la que no considera suficiente cambiar tan sólo las relaciones entre la profesora y los educandos, suavizándolas, sino que al criticar y tratar de ir más allá de las tradiciones autoritarias de la escuela vieja crítica también la naturaleza autoritaria y explotadora del capitalismo. Y al realizarse así, como práctica eminentemente política, tan política como la que oculta, no convierte sin embargo la escuela donde se procesa en sindicato o partido. Es que los conflictos sociales, el juego de intereses, las contradicciones que se dan en el cuerpo de la sociedad, se reflejan necesariamente en el espacio de las escuelas. Y no podía dejar de ser así. Las escuelas y la práctica educativa que se da en ellas no podrían estar inmunes a lo que ocurre en las calles del mundo.

Sin embargo, desde el punto de vista de los intereses dominantes es fundamental defender una práctica educativa neutra, que se contente con la pura enseñanza, si es que eso existe, o con la pura trasmisión aséptica de contenidos, como si fuera posible, por ejemplo, hablar de la «hinchazón» de los centros urbanos brasileños sin discutir la reforma agraria y la oposición a ella por las fuerzas retrógradas del país. Como si fuera posible enseñar no importa qué lavándose las manos, con indiferencia, ante el cuadro de la miseria y la aflicción a que se halla sometida la mayoría de nuestra población.

La educación popular a la que me refiero es la que reconoce la presencia de las clases populares como un sine qua non para la práctica realmente democrática de la escuela pública progresista, en la medida en que posibilita el necesario aprendizaje de esa práctica. En este aspecto, una vez más, contradice en forma antagónica y central las concepciones ideológico-autoritarias de derecha y de izquierda que, por motivos diferentes, rechazan esa participación.

Desde el punto de vista de la derecha, porque de esa participación podría resultar un conocimiento crítico mayor de las condiciones de injusticia forjadas y mantenidas por la sociedad capitalista; desde el punto de vista de cierta izquierda autoritaria porque para su dirigencia, que se considera constituida por seres sui generis, por encima de los condicionamientos ideológicos y de los mecanismos de dominación, las clases populares necesitan únicamente aprender a seguir sus órdenes. En este sentido, por lo demás, la izquierda autoritaria es más elitista que la derecha. Ésta rechaza la presencia de las clases populares en una práctica educativa desocultadora; precisamente porque teme que se vuelvan más críticas, y así acepten comprometerse en el proceso de movilización y organización para la transformación progresivamente radical de la sociedad. La izquierda autoritaria, por el contrario, minimizando el trabajo pedagógicamente crítico como cosa de sabor idealista, populista y a veces incluso espontaneísta, revela su descreimiento en la capacidad popular de conocer la razón de ser de los hechos. Cree, por el contrario, en el poder de la propaganda ideológica, en la fuerza de los eslóganes. Pero al hacerlo afirma su propia capacidad de saber y promueve su verdad a verdad única, forjada fuera del cuerpo «incoherente» del sentido común. Cualquier concesión a este saber significa resbalar hacia el populismo antirriguroso. Es por eso por lo que el autoritarismo de izquierda se vuelve mesiánico. Su verdad forjada fuera de la experiencia popular e independiente de ella debe moverse de su sitio propio e ir hasta el cuerpo de las ciases populares «incultas» para efectuar su «salvación». Las clases populares, así, no tienen por qué ser llamadas al diálogo para el cual son, por naturaleza, incompetentes. Sólo tienen que oír y seguir dócilmente las órdenes de los que son técnica y científicamente competentes. 

Éstos, en la arrogancia de su autoritarismo, en la ceguera de su cientificismo o en la insensibilidad de su sectarismo, no perciben que nadie nace hecho, que nadie nace marcado para esto o aquello. «Somos programados, pero para aprender». Nuestra inteligencia se inventa y se promueve en el ejercicio social de nuestro cuerpo consciente. Se construye. No es un dato que esté en nosotros a priori de nuestra historia individual y social.

El autoritarismo de derecha es menos elitista que el de izquierda porque cree, o teme, que las masas populares pueden cambiar —de menos crítica a más crítica— la calidad de su capacidad de inteligir el mundo. De saber el mundo. De cambiar el mundo. En el fondo, el autoritarismo de derecha cree mucho más en la práctica educativa que el de izquierda, o el de cierta izquierda. De ahí que la derecha siempre reprima con más dureza aquí, con menos dureza allá, los proyectos y programas de educación progresista que reconoce como amenazas para la «democracia», para su democracia. Y que cierta izquierda considere que las educadoras y los educadores progresistas son meros «administradores de la crisis capitalista», o bien idealistas obstinados e impenitentes.

Por eso en una perspectiva derechista ninguna administración de una red de enseñanza pública o de una escuela privada acepta arriesgarse en aventuras que se encuadren en la línea de una educación popular en los términos definidos aquí. En tales circunstancias no se puede esperar, por ejemplo, una gestión democrática de la escuela, a no ser en el discurso que la práctica contradice. O en el discurso que expresa una comprensión sui generis de la democracia —una democracia sin pueblo o una escuela democrática donde sin embargo sólo manda el director o la directora, y por eso sólo él o ella tienen voz.

En general, desde el punto de vista de la derecha, la gestión es democrática en la medida en que el profesor enseña, el alumno estudia, el celador usa bien sus manos, el cocinero hace la comida y el director da órdenes. Lo que no significa que en la perspectiva progresista el profesor no deba enseñar, el alumno no deba estudiar, el celador no deba usar bien sus manos, el cocinero no deba hacer la comida y el director no deba dirigir. Significa, en la perspectiva progresista, que todas estas tareas deben ser respetadas y dignificadas, siendo importantes todas para el avance de la escuela. Sin eludir la responsabilidad de intervenir, de dirigir, de coordinar, de establecer límites, en la práctica democrática el director no es, sin embargo, propietario de la voluntad de los demás. Él solo no es la escuela. Su palabra no es la única que debe ser escuchada.

Hay además otro aspecto del debate de este tema que es preciso considerar: el de la posibilidad de alternación en el gobierno que ofrece la democracia. Un gobierno derechista, autoritario, defensor ostensible de las clases dominantes puede ser sucedido por un gobierno de corte popular. Un gobierno de gusto democrático. 

Fue precisamente eso lo que ocurrió cuando Luiza Erundina fue elegida alcaldesa de la ciudad de Sao Paulo. Una de las primeras medidas adoptadas, sin violentar el espíritu de la ley, fue reorientar las opciones incluidas en el presupuesto aprobado por el gobierno anterior. Opciones en las que obviamente había muy poco relacionado con los intereses directos de las clases populares. 

Mientras estábamos padeciendo un déficit escolar con el 60 por ciento de las unidades de la red escolar en estado precario, el presupuesto que recibimos preveía cifras astronómicas para las llamadas grandes obras. Viaductos, túneles majestuosos para unir un barrio con otro, jardines, etc. No es que los viaductos, los túneles, los jardines y los parques no sean necesarios. No es de la necesidad de lo que estoy hablando, sino de la prioridad de las necesidades. Y es ahí donde las opciones se contradicen. Hay prioridades de las clases dominantes y prioridades de las clases dominadas. Los viaductos son prioritarios, pero para servir a las clases acomodadas y felices, con repercusión adjetiva también entre las clases populares. Las escuelas eran prioritarias para las clases populares, con repercusión adverbial para las clases ricas. Sin embargo, desde el punto de vista del interés inmediato de las clases populares, era más importante tener escuelas equipadas y competentes para sus hijos que viaductos bonitos para facilitar el tráfico de los automóviles de los poderosos. Hay que destacar que no estamos negando a los ricos y felices el derecho de disfrutar el placer de circular por viaductos seguros: sólo estamos defendiendo la prioridad del derecho de millares de niños de estudiar, sobre la comodidad de quienes ya tienen demasiada.

Encontramos escuelas sin lápices, sin papel, sin gis, sin merienda. Encontramos escuelas inauguradas y hasta ostentando placas con las frases acostumbradas, con el nombre del alcalde, del secretario, del director inmediato, pero vacías, huecas, sin sillas, sin cocina, sin alumnos, sin profesoras, sin nada.

Lo ideal será cuando los problemas populares —la miseria de las favelas, de las vecindades, el desempleo, la violencia, los déficit de la educación, la mortalidad infantil— estén nivelados de tal manera que una administración pueda darse el lujo de hacer ‘jardines móviles” que se muevan semanalmente de barrio en barrio —sin olvidar los populares—; fuentes luminosas, parques de diversiones y computadoras en cada punto estratégico de la ciudad, programados para atender a la curiosidad de la gente acerca de dónde queda tal o cual calle, tal o cual oficina pública, cómo llegar hasta allá, etc. Tocio, eso es fundamental e importante, pero es necesario que las mayorías trabajen, coman, duerman bajo un techo, tengan salud y se eduquen. Es necesario que las mayorías tengan derecho a la esperanza para que, operando el presente, tengan futuro. 

Ningún derecho de los ricos puede constituirse en obstáculo para el ejercicio de los mínimos derechos de las mayorías explotadas. Ningún derecho del que resulte la deshumanización de las clases populares es moralmente derecho. Puede ser incluso legal, pero es una ofensa ética. 

Volvamos a considerar la posibilidad de la alternación en el poder. Elegido un gobierno de corte democrático, es posible revisar, rehacer medidas que perfeccionen el proceso de democratización de la escuela pública, Es posible empeñarse en ir tratando de comenzar o de profundizar el esfuerzo por hacer la escuela pública menos mala y al mismo tiempo también más popular. Ese empeño fue lo que yo denominé, durante el tiempo en que fui secretado de Educación de Luiza Erundina, «cambio de cara de la escuela».

Ganar las elecciones en la ciudad de Sao Paulo no significaba inaugurar al día siguiente el socialismo en el país. Sin embargo, empezábamos a disponer de algo de lo que antes no disponíamos: el gobierno de la ciudad.

A pesar de los obstáculos de orden ideológico, de orden presupuestad a pesar de los vicios burocráticos «instruidos» por la secular ideología autoritaria, a pesar de la comprensión y de la experiencia política de naturaleza oficinesca, de la política de favores, obviamente intentar la educación popular fue mucho más fácil para nosotros que para los profesores y las profesoras progresistas asumir proyectos democráticos en una administración autoritaria, que siempre reacciona ante el riesgo democrático y la creatividad como el diablo frente a la cruz.

De ahí la necesidad urgente de aprender a manejar los instrumentos de poder de que disponíamos, poniéndolos lo más sabia y eficazmente posible al servicio de nuestro sueño político. La cuestión que se nos planteaba era, por un lado, no dejarnos vencer por la miopía incompetente de las críticas mecanicistas que nos veían como simples celadores de la crisis capitalista, y por el otro no considerarnos figuras extraordinarias, sino gente humilde y seria, capaz de hacer el mínimo que podía y debía hacerse. En la historia se hace lo que se puede, y no lo que se quisiera hacer. Y una de las grandes tareas políticas que hay que cumplir es la persecución constante de hacer posible mañana el imposible de hoy, cuando sólo a veces es posible hacer viables algunos imposibles del momento. 

Para finalizar quisiera subrayar un equívoco: el de los que consideran que la buena educación popular de hoy es la que, preocupada por el desvelamiento de los fenómenos, por la razón de ser de los hechos, reduce la práctica educativa a la pura enseñanza de los contenidos, entendida ésta como el acto de cubrir de esparadrapo la cognoscitividad de los educandos. 

Este equívoco es tan carente de dialéctica como su contrarío: el que reduce la práctica educativa a puro ejercicio ideológico. Es típico de cierto discurso neoliberal, también llamado a veces posmoderno, pero de una posmodernidad reaccionaria, para la cual lo que importa es la enseñanza puramente técnica, la transmisión de un conjunto x de conocimientos necesarios a las clases populares para su supervivencia. Más que una postura políticamente conservadora es ésta una posición epistemológicamente insostenible y que además agrede la naturaleza misma del ser humano, «programado para aprender», algo más serio y más profundo que adiestrarse.

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